Al menos dejemos flores
Breviario de un pesimista esperanzado VI: Tzintzuntzán y reflexiones nahuas sobre la muerte
“Lo único que le hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir le llevan a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido…El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.”
-Juan Rulfo
Los antiguos nahuas tenían una discusión respecto a qué era lo que pasaba cuando morían, aquí la génesis del espíritu trágico mexicano, donde quienes no celebran la muerte, es porque no aman la vida. El primer grupo, del cual su máximo exponente es Netzahualcóyotl, creía que no existía vida después de la muerte. “¿Acaso de verdad se vive en la tierra?” se preguntaban. Nos concebían como una fugacidad, una realidad donde incluso el jade se quiebra, el oro se rompe y el plumaje del quetzal se desgarra. Una existencia efímera es nuestra condena y a pesar de ello, nos seguimos preguntando “¿cuándo descansaremos?”, ahí la tragedia de la vida, que inclusive en su rapidez, nos hace sentir todo su peso.
Rulfo escribía “soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra”, y así también es como nos concebían el Huey Tlatoani de Texcoco y compañía. Estamos buscando nuestra muerte, portando una antorcha cual corredores por olímpicos infiernos, como decía Cioran. De esta forma, ante la muerte nos plantamos, la aceptamos y abrazamos. Miguel León Portilla traducía en sus cantares mexicanos: “¿Qué podrá hacer mi corazón? En vano hemos llegado, hemos brotado en la tierra. ¿Solo así he de irme como las flores que perecieron? ¿Nada quedará de mi nombre? ¿Nada de mi fama aquí en la tierra? ¡Al menos flores, al menos cantos!”. Esas flores, esos cantos, que representan la poesía, las reflexiones, las acciones que dejamos en la vida son aquello que se queda, aquello que perdura.
El segundo grupo era el más extendido, en especial entre los mexicas, se puede resumir con la siguiente frase de Octavio Paz: “dime cómo mueres y te diré quién eres”. En el apéndice de su Libro Tercero, Sahagún, nos relata cómo al morir se creía que los difuntos podían ir a tres diferentes lugares según cómo murieron: el Tlalocan, el Omeyocán -el Sol- o el Mictlán- al cual llegabas montado en un xoloitzcuintle. Los guerreros muertos en combate y a las mujeres muertas en parto iban al Sol, sus almas se convertían en diversos tipos de aves, las cuales perpetuamente chuparan el dulzor de todas las flores debido a su entrega en el servir al pueblo tenochca. Ave a destacar era el colibrí, “huiztil”, pues siendo el ave más pequeña, a la vez era la más activa, la que más incansablemente buscaba flores, puesto que es reflejo de aquel Huitzilopochtli, deidad bélica por excelencia, deida solar. “Ellos, que al colibrí se hicieron semejantes” dicen de hombres como Motecuhzoma que los cuiadaba desde las alturas junto al Sol. Claro esta, que para ellos la muerte no es el fin, sino una nueva etapa, necesariamente marcada por las acciones en la tierra, las flores echadas.
Solo por flores y cantos seremos recordados, ya sea si hay otra vida o si la existencia culmina, solo muere aquel que ha vivido. Somos una mera posibilidad, una tragedia condenada a la fugacidad, la existencia perece. Sin embargo esta sentencia es reconfortante, saber quienes somos en función de qué hacemos mientras esperamos la muerte, mientras escapamos del autoengaño de que eternamente estaremos en este mundo. Celebrar que habremos de morir, que habremos de sufrir y de llorar; que gracias a la muerte conocemos el vivir, celebrar la muerte para celebrar la vida. Al menos dejemos flores, al menos dejemos cantos, pues el cielo está aquí.
Nota: Si bien la costumbre de Día de Muertos tiene su origen en las festividades nahuas, entre ellas el Miccailhuitl, el Miccailhuitontli o el Ueymicailhuitl, en la actualidad la conocemos principalmente en su sincretismo con la tradición purépecha, teniendo sus mayores fiestas en la capital del antiguo imperio: el lago de Pátzcuaro. Una visita obligada es ir a Tziztunztán-por cierto que quiere decir tierra del colibrí en purépecha- y Pátzcuaro.